Esta ciudad es un hueco, corrijo: un infame hueco,
que espera a todos con las piernas abiertas
para ser cogida hasta medio lomo
por cinco cucufatas en strap-on,
un carnicero, su ventrílocua
y tres parroquianos incidentales
atraídos por las ampolletas rojas de las lomas.
Es un hoyo en el suelo, cavado con pala ajena,
por peón ajeno, con ánimo ajeno.
Tajo accidental, cruzado por ríos de polvo,
donde la paja gira al ritmo de Los Puntos
y las viejas miran de reojo
para registrarlo todo con implacables caseteras.
Bienvenidos al paraíso, aquí cagamos donde comemos,
volvemos a cagar, seguimos comiendo.
Aquí soportamos la violación colectiva por unas moneditas,
o, mejor, fichas para cambiar en los establecimientos patronales.
Nos preciamos de ser agudos, perspicaces,
porque nos gusta eso de mantener las cosas estáticas, la dinámica de lo inmóvil
y los abogados que usan el latín, elegantes ellos,
a nuestra altura.
Vengan todos,
tienen asegurada una mamada monumental,
cortesía de algún connotado integrante
de la organización regional de rabietas añorantes,
que recauda fondos para la construcción de una máquina del tiempo
unidireccional, con la mira al revés.
¡Es que todo tiempo pasado fue mejor hijito!
Calichín, no sabes nada, es que tú no viviste esos años.
¡Esos eran señores!
Señoritas de su casa, como debe ser.
¡Y qué profesores! Mejor, "maestros",
a palmetazo limpio lo enderezaban a uno.
Tan civilizados ellos,
contagian el síndrome del perdedor absoluto,
del pelmazo obediente que se come el cuento y pide otro para llevar,
como si no fueran ellos quienes tienen las riendas
como si nuestra decadencia no apestara a colonia de anciano.
Si existiese un propósito, debería ser incinerarlos.